El otoño de mi vida

Una de las cosas más características del otoño, es que caen las hojas de los árboles. Es un período de cambio natural, y los humanos no tenemos control sobre eso. Sin embargo hay personas que quisieran controlar todo. Incluso la caída de las hojas en otoño.  

Martes 16 de septiembre de 2014 | Mariana Grunefeld

Una amiga manda por Whatsapp una columna sobre las hojas del otoño que le ha conmovido. No alcanzo a leerla cuando inmediatamente engancho con ese autor al que imagino movido por la desesperación e impotencia al ver la imperiosa pasión con que su vecina recoge y limpia las hojas amarillas y rojas que caen sobre su jardín y vereda. Y eso me atañe personalmente.

Tuve una nana, una asesora del hogar, muy querida que detestaba el otoño porque veía como su carga de trabajo aumentaba al ritmo que caían las hojas de los árboles. Ella quería barrer, mantener todo limpio, impecable. Con su pala, escoba y bolsa negra, sacaba con determinación las hojas secas y polvorientas del adoquin y del pasto. Luego regaba cada juntura del piso sin dejar rastro vegetal alguno. A veces corría un viento que le jugaba suicio y la hacía redoblar sus esfuerzos. Hasta que un día la ví con el palo de la escoba moviendo con decisión las ramas de un nogal y liquidambar. Salí corriendo de mi escritorio para preguntarle qué pasaba, si estaba bien, y ante mi espanto oí esto: "quiero sacar de una vez por todas las hojas, que se caigan no más y dejen de molestar". Ella quería pelar los árboles, adelantar el proceso, terminar con el otoño fastidioso de una vez; era lo más práctico y eficiente.

Tuve una amiga que se hizo una casa preciosa. Grande espaciosa. Una paisajista le diseñó su jardín, todo verde, con flores, arbustos, árboles y hasta una larga y rectangular pileta. Hizo eso sí, una exigencia a su asesora verde. "No quiero ni un árbol de hojas caducas", fue su órden. Pagaría por no ver ponerse las hojas amarillas, por no admirar el rojo y el violento púrpura. Y me lo expresó así mientras yo enmudecia. No quería nada sucio sino todo "lindo" según su particular criterio, siempre puesto en su lugar, monótono y ordenado. Si podía planificarlo, ¿por qué no hacerlo? Tiempo después comprendí que esta declaración suya fue la razón tras nuestro distanciamiento. Pretender la perfección y el brillo constantes me atemorizaba; con ella quedaba sin capacidad de reacción porque no había espacio para la verdad sino para las apariencias, tampoco para la debilidad compartida y las confesiones tan propias de la auténtica amistad. El mismo control ejecutado con los árboles, aplicaba al bordado de cada toalla de sus baños (no me invitó a su casa hasta tener cada detalle controlado), a los pinches para el pelo de sus hijas en combinación perfecta con su ropa, a la vajilla, a las notas y participación social de su prole y hasta a las palabras que salían de la boca de su marido. Un trabajo tan agotador como inútil que muchos años observé perpleja y que luego me produjo una inevitable tristeza y cansancio.

El otoño con sus hojas caídas me ha mostrado que la belleza está en los momentos verdaderos aún sean polvorientos y molestos, en la vida tal cual ella es con sus ciclos de muerte y resurrección, en la inevitable pena y en la fastuosa alegría, en dejarse sorprender y arrastrar. Imagino pisar las hojas como un ejercicio de humildad. El otoño es ese tiempo intermedio, ese compás de espera antes de la desnudez y muerte que traerán las tormentas que se nos avecinanm en invierno. Es la opacidad después del verano con toda su brillentez, luminosidad y bullicio, son los meses suspendidos para dar rienda suelta a la melancolía, a los ensueños, a los silencios, a paseos sencillos, a lecturas y a la familia que vuelve a juntarse en el calor del hogar como refugio. Una estación políticamente incorrecta en estos tiempos de apuro y exitismo con su auténtica y conmovedora belleza, su simpleza y preciosa fragilidad.

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