Misa de difunto

Hace un tiempo se presentó un debate sobre los discursos que se hacen en las Misas de difunto, a través de un periódico de circulación nacional. Este debate en apariencia trivial, representa posturas que existen muy fuertemente aún al interior de la Iglesia. Hay un camino al que no le gustan los discursos, que desea censurar la emoción “barata”, se queja y que pide pompa, espiritualidad “pura” llena de adornos e incienso, y que huye de cualquier otra manifestación considerada vulgar, demasiado “humana”, que rebaja la ceremonia.

Domingo 21 de septiembre de 2014 | Mariana Grunefeld

He dejado pasar algún tiempo, pero sigo sin comprender en qué mundo viven y se mueven algunos católicos que no sé si serán muchos o pocos, pero en todo caso tienen eco en la prensa, al menos en Chile. Esta reflexión a propósito de una extensa discusión en un conocido diario de élite nacional sobre los discursos (su cantidad y duración) en las misas de difunto. Me pregunto qué tan relevante puede ser la discusión sobre los sentimientos de repulsa que un respetable académico y filósofo católico experimenta cada vez que oye discursos de los familiares en las misas de funeral, mientras un quinto del mundo se declara ateo, otro quinto alaba al Islam y de los católicos que hay en Chile apenas un 10% pisa regularmente una Iglesia. ¿Será que los jóvenes y adultos se han alejado de la Iglesia porque nietos y amigos compungidos se toman la palabra en el altar?, o ¿será por la actuación poco cristiana de los mismos cristianos, de personas que no parecen conocer la palabra compasión?

Este debate sobre las misas de difunto en apariencia trivial, representa posturas que existen muy fuertemente aún al interior de la Iglesia. Hay un camino al que no le gustan los discursos, que desea censurar la emoción "barata", se queja y que pide pompa, espiritualidad "pura" llena de adornos e incienso (salpicada de ser posible con citas "formativas") y que huyen de cualquier otra manifestación considerada vulgar, demasiado "humana", que rebaja la ceremonia. Volver a pensar en una Iglesia encerrada en cultos estáticos y sin vida, muy formales y con dudoso gusto pomposo (jamás se supo de Cristo prendiendo incienso ni predicando de espaldas a sus discípulos), y desconectados de los sinsabores, alegrías y quehaceres de las personas sujetos activos de la mesa común, es volver a una Iglesia que el Concilio Vaticano II enterró hace más de 50 años por estar desconectada con la vida que el mismo Dios católico ha ensalzado.

Privar a la misa de la experiencia vital, sería como volver al sistema familiar donde el padre podía hablar en la mesa y los niños callaban sumisos y solo se les dirigía la palabra para que sacaran el codo o cerraran la boca. Me parece que mofarse de nietos y amigos apenados a quienes le tiembla voz cuando leen y carraspean para retomar el hilo del homenaje al querido difunto, es de una torpeza que desconoce que una familia y una Iglesia accidentada es preferible a una encerrada sobre todo en una mundo donde los católicos van cada vez menos a misa.

La Iglesia que es heredera de Cristo tiene el papel central de ser Madre y Maestra en humanidad en medio del egocentrismo e individualismo. Los últimos Papas han pedido perdón por las injusticias, abusos y faltas de caridad cometidos. En un mundo triste por el individualismo como dice el Papa Francisco en su carta apostólica, urge una nueva evangelización llena de espíritu y hecha con plena alegría. Lo que sucede dentro del corazón humano interesa a este Dios personal y vivo que se hizo hombre, que lloró y murió por él. Cuando Cristo hizo su propia Eucaristía, la compartió con pescadores, gente humilde que seguramente se emocionó, que protestó, que habló con errores gramaticales y que hasta también pudo haberlo cansado. Pedro, la piedra angular de la Iglesia, Juan, su discípulo amado, Tomás el incrédulo, no quedaron mudos ni de una pieza durante la Pasión y muerte de Cristo, sino le expresaron a El y dejaron testimonio público de su pena y miedos. Cristo como hombre también lo hizo. Y a partir de Él podemos sentir la debilidad sin vergüenza, porque justamente Dios se acerca en nuestra tristeza y limitaciones.

Gustos, disgustos y críticas pueden ser dejadas de lado si se es incapaz de sentir misericordia y predomina la vergüenza ajena. La decisión de participar de una misa de difunto es libre. Es el momento final, la despedida, el culmen de una vida. No merece la pena ir si se va como público sentado en palco a ver qué nos ofrece el espectáculo.

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