¿Para que sirven estos santos?

Juan Pablo II Chile 2Hace una semana fueron canonizados en conjunto, dos papas que marcaron a la iglesia y al mundo en el siglo XX. ¿Cómo se relaciona su legado, con el que nos dejó del padre Kentenich?

| Mariana Grunefeld Mariana Grunefeld

¿Para qué sirven estos santos? Eso me pregunta un cercano. Pienso en la magnífica ciudad del Vaticano, en el Papa Francisco llegado desde Latinoamérica y en su decisión de mostrar actitudes cristianas, nobles, de fe; en su deseo de renovar a la Iglesia desde sus entrañas. Y que para lograrlo no ha ido en busca del marketing con asesoría de publicistas, sociólogos, sicólogos, artistas ni filósofos, sino de sus mejores feligreses. Para mirar hacia fuera se ha volcado hacia adentro. Ha rescatado para nosotros, para la historia, a dos hombres que lideraron la barca de Pedro en medio de los más fuertes vendavales del siglo XX.Juan XXIII iniciador del Concilio Vaticano II cambió no sólo las costumbres y modos de la jerarquía sino que llevó a un profundo y renovado diálogo de los católicos con la modernidad y la diversidad. El Papa apodado "el bueno" nos recordó que el amor estaba antes que la justicia, que el fondo del mensaje de Cristo era prioridad a las formas por más preciosas y antiguas que éstas fueran. Y tuvo fieros detractores dentro de la misma Iglesia, hubo intentos de sisma, horror porque la Iglesia se abría a escuchar y no a imponer, a compartir y no a juzgar, a bajar al pueblo y no a mirar al laico como un ciudadano de segunda. Se empezaba a hacer vida y con dificultad desde la cúspide de la Iglesia, lo que el Padre Kentenich predicó, vivió y finalmente escribió en su larga carta a los obispos alemanes el 31 de mayo desde Bellavista Chile y que le costara su doloroso exilio a Milwokee. Cristo se había hecho hombre demostrando que la humanidad nos lleva a Dios, que cada uno de nosotros con nuestras debilidades podemos ser transparentes de Dios, que su huella está acá tan cerca de nuestras narices sucias que no lo olíamos y debíamos llenarnos de incienso y fastuosidad para elevarnos. El Padre Kentenich hijo ilegítimo, educado en una soledad y durezas donde todo se consideraba pecado, peregrino en una Europa sin ideales destruida por la lucha de poderes, habitante de un campo de concentración, buscó a Dios no sólo en el tabernáculo sino en la amistad, en el trabajo, en el estudio; y sobre todo, restituyó los vínculos humanos, el papel del padre y del hijo en una familia y comunidad como reflejo y camino de y a Cristo. Por eso, entre otros, su devoción mariana a esa mujer única, María, punto de unión entre el cielo y la tierra.

Juan Pablo II el hombre que vino del Este en la fatídica época de la Guerra Fría fue un testigo viviente de que la valentía y el amor a Cristo y María son redentores. El "no tengais miedo" y "el amor es más fuerte" sus frases pronunciadas en Chile, las encarnó. Hasta el final de sus enfermos días plasmó hasta consumirse que la fidelidad de una vida personal intachable unida a una fe imbatible pueden cambiar el curso de la historia. Con él asistimos a lo impensado, a la dignidad de los sindicatos polacos, al término del pesimismo y de la indiferencia de buena parte de occidentales a lo que sucedía en la Europa comunista falsamente llamada "democrática", a 40 años de dominio brutal tras la cortina de hierro y a la repentina caída del muro de Berlín que demostró que todo un sistema se sostenía por el miedo institucionalizado.. Esta tragedia también la vivió el Padre Kentenich, nacido y criado en el país epicentro de las dos guerras mundiales con sus secuelas de muerte, angustia y régimen del terror. Con una fe inconmensurable guió a jóvenes justo en el vértice de la mayor conflagración conocida por la humanidad y los llevó hacia nuevos ideales y nuevas formas de comunidad. Fundó un movimiento, llamó a María a habitar en un Santuario y nunca tuvo miedo, aún siendo arrestado por la maquinaria del nacionalsocialismo. En Dachau predicó, escribió, hizo misas, trabó amistad con la gente más diversa incluidos comunistas; y cada sufrimiento y alegría las plantó para su comunidad, llamando a esas semillas de amor un "Jardín de María" que floreció con la oración y acción de cientos de schoensttatianos que respondían con heroicidad al heroísmo de su padre, con amor y fe a la entrega de un hombre que aún en las tinieblas y con la puerta apenas entre abierta del destino se mantuvo fiel, tranquilo y con una vocación enorme a un sueño.

¿Cómo no agradecer estas dos canonizaciones? No sólo son un ejemplo para nuestras vidas, no sólo nos dignifican haciendo posible lo que parece imposible en nuestras pobres vidas, sino que están íntimamente conectadas con ese hombre excepcional a quien tanto le debe la Iglesia mundial moderna y que aún no ha subido a los altares, el Padre José Kentenich.

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