Desde Europa con amor

Cuando los schoenstatianos americanos y españoles nos reunimos en ocasiones como el Jubileo del 31 de mayo en Bellavista, tenemos una gran ventaja, compartir un idioma. La cosa es más complicada en los encuentros europeos. En Schönstatt, desde el 20 al 24 de mayo, asistimos un Congreso sobre la Familia, representantes de 18 países, desde Bielorrusia a Portugal y desde Lituania a Italia, que hablaban 14 idiomas diferentes. A pesar de ello, no tuvimos la sensación de vivir la experiencia de Babel, sino la de Pentecostés, que precisamente celebramos allí con una misa en la Iglesia de la Adoración...

| Pablo Crevillén Pablo Crevillén

El lema del Congreso era "Contigo, unidos en el amor" y trabajó a lo largo de tres días las vinculaciones locales ("desde ahora y en el futuro atraeré corazones jóvenes a mí"); la vinculación a las personas ("pero sobre todo les entregó mi corazón") y la vinculación a los ideales ("vuestros corazones ya están ardiendo"). Cada uno de los días, después de una motivación por la mañana se ofrecían diversos talleres (entre 9 y 12) para que cada matrimonio, según su perspectiva de intereses, participara en dos de ellos.

Hace casi 25 años tuve la oportunidad de asistir en Schönstatt a la celebración del centenario del nacimiento del Padre Kentenich. Y puedo decir que, en ese caso y ahora, mi experiencia fue muy parecida. No son tan importantes las charlas ni el trabajo posterior (aunque fue muy bueno) sino las vivencias. En aquel lejano mes de septiembre, lo que más me sorprendió es que pese a la gran cantidad de personas que acudieron a la celebración uno no se sentía parte de una masa (como puede pasar en cualquier acontecimiento multitudinario), sino que todos éramos personas individuales. Y en este caso, uno efectivamente ha experimentado los vínculos que atan a los miembros de la Familia de Schönstatt.

Como ocurre en estas ocasiones, es difícil transmitir con palabras lo vivido. Sea en las oraciones y celebraciones litúrgicas, en la visita a lugares con valor histórico, como Schulungsheim -donde el Padre Kentenich vivió y trabajó los tres últimos años de su vida- o en la convivencia que teníamos al final de la jornada compartiendo los proyectos que llevamos a cabo y la comida y bebida típica de cada país, uno podía sentir que formaba parte de una familia, aunque estuviera junto a personas que no había visto en su vida.

Todo ello tiene, sin embargo, un riesgo. Que estando tan a gusto entre nosotros tengamos la tentación de quedarnos en eso disfrutando de lo bien que estamos. Eso sería directamente traicionar nuestra misión. Como decía un profesor de religión de mi época de adolescente, el que no es un apóstol es un apóstata.

En una Europa envejecida, que está perdiendo sus señas de identidad, descreída y azotada por la crisis económica, tenemos una gran riqueza que surge de los vínculos a lo sobrenatural a través de la Virgen María, a los lugares como el Santuario y a las demás personas, en primer lugar nuestro cónyuge y nuestros hijos. Sin esa perspectiva, la tarea de preservar los valores esenciales de Occidente se antoja una locura absurda teniendo en cuenta los medios humanos y materiales de los que disponemos. Y dentro de poco se cumplirán cien años desde que todo esto empezó. Ojalá sepamos responder a las gracias recibidas.

Pablo Crevillén

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