Mi casa: Mi mundo interior

De vez en cuando me invade una especie de angustia cuando llego a casa. Empiezo a mirar a mi alrededor y siento el incontenible impulso de ponerme a mover muebles, limpiar el polvo e incluso de ponerme a pintar la pared de mi dormitorio de arriba a abajo. A veces este sentimiento me activa y consigo en una horita lo que a lo mejor no he hecho en dos semanas. ¡Qué satisfacción, sobre todo si, además, he conseguido llenar un par de bolsas de basura con cositas de las que me he conseguido desprender! Sin embargo, otras veces el desorden me desborda y, ante la inmensidad del caos, me revuelvo, siento rabia y no sé por dónde empezar...

| Macarena Navas Gasset (España) Macarena Navas Gasset (España)

Cierto día una compañera me confesó que en momentos de mucho estrés le ocurría algo parecido: necesitaba cambiar el orden de los muebles del salón. Me contaba además como era su casa. Según me la iba imaginando parecía algo ecléctica y recargada. También me señaló lo poco que le gustan las plantas de interior (¡mi casa es una selva!) y la necesidad de tener todo clasificado - no sé si por colores- en sus armarios. En resumen: nada que ver con la mía.

En fin, que todo esto me llevó a la siguiente reflexión: nuestra casa es reflejo de lo que somos (al menos la de mi amiga y la mía), y no sólo de lo que somos, si no de cómo estamos. Es más, nuestra casa se convierte muchas veces en el proyecto de lo que queremos llegar a ser.

El caso es que, unos meses antes de esto, preparando la bendición de nuestro santuario-hogar, a Germán y a mí, nos vino una idea: así como en el Santuario cada elemento tiene un porqué, una función o representa alguna cosa, en nuestra casa cada rincón, cada elemento, podría tener un valor o significado. Pensé entonces en nuestro jardín y nuestras plantas (las que no le gustan a mi amiga) Me di cuenta de que, en realidad, esas plantitas significaban bastante para mí. Casi todas habían sido un regalo, si no todas. (Creo que todas las que he comprado yo han muerto). Muchas me las trajeron al hospital por el nacimiento de mis hijas. Las hemos estado cuidando, buscándoles un rincón adecuado, protegiéndolas del calor, buscando alguien que las regara cuando no estábamos en casa. Y ellas han ido creciendo, echando flores, y de alguna forma, dando vida a cada uno de los rincones de nuestro hogar. No imagino mi casa sin ellas.

Pero desde entonces mis plantas tienen un valor añadido: mis plantas son símbolo de mi mundo interior. Ellas me recuerdan que debo cuidar mi mundo interior, que debo saber reconocer cada uno de mis dones, buscarles un espacio, donde crecer y dar fruto. Que debo dejar que otros me cuiden si no alcanzo, asegurarme mi agua, mi luz... y que debo protegerme de ciertas cosas que pueden llegar a secar o estropear lo que hoy se ve tan verde. Ellas hablan de la paciencia del sembrador, de la frágil semilla, del esfuerzo y la gratitud. Desde entonces dedicarles tiempo a ellas no sólo aumenta su belleza sino que me acerca más a Dios.

Del mismo modo, poner orden en casa, y dedicarle tiempo, se convierte, a veces, en un ejercicio de contemplación. La necesidad de liberarme de trastos encuentra resonancia en mi interior, y en la alegría de desprenderme de ellos, encuentro el impulso perfecto para desprenderme, con ellos, de alguna u otra esclavitud. La búsqueda de armonía y coherencia en la decoración de mi hogar, no es sólo deformación profesional, sino también reflejo de una búsqueda interior.

 

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